Era la primera vez que alguien había pisado el suelo de mi piso, que no fuese yo.
La primera vez que alguien dejaba su abrigo sobre una de las sillas sin usar del salón.
Pero sobre todo, la primera vez que un hombre estaba tumbado junto a mi, en mi cama.
Simplemente sobre las sábanas sin hacer, nunca hechas.
Con los zapatos cubriendo nuestros pies.
Con el sudor aún recorriendonos la piel, humedeciendo nuestras ropas.
Sé que su respiración seguía tan agitada como la mía.
Mirábamos el techo.
Cuando realmente noté que estaba a mi lado, en la misma habitación, huidos por enésima vez.
Empecé a reír. Carcajadas. Simplemente olvidaba respirar.
Encogí las piernas y notaba el dolor en mi vientre.
Hacía temblar el colchón al ritmo de mis costillas.
El eco de mi risa me hacía recordar que era yo.
Las lágrimas salían para caer por las sienes.
Las comisuras dolían y mi boca se mantenía abierta para conseguir todo el aire que me faltaba.
Hacía años, no recordaba reír.
Me gusta.
Miré a mi derecha y sus ojos azules enfocaban los míos.
Seguía riendo.
Él sonrió.
Todo era absurdo.
Nada tenía sentido.

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